domingo, 20 de febrero de 2011.
―¿Va a registrarme? ―se escandalizó ella. Las cosas se ponían feas, feas. Martín decidió intervenir. Se acercó al grupo con las palmas extendidas.
―Bueno, de acuerdo, has ganado. No era más que una apuesta ―aclaró con la mejor de sus sonrisas―. Esta chica tiene agallas, es valiente de verdad.
―¿De qué hablas? ―espetó la morena. Martín no se dejó intimidar por sus malos modos.
―Lo admito, no pensé que le echarías tanta cara. He perdido, me toca pagar el despertador. ¿Cuánto es?
La chica abrió desmesuradamente los ojos. Los ojillos del propietario de la tienda sonreían y el dependiente se estiró muy satisfecho de su sagacidad. Al final, la desconocida se rindió y sacó a la luz el despertador rosa.
―¿Lo ve? ―bramó triunfante el dependiente.
―No lo estaba robando ―rugió ella.
―En serio, no le miente, no era más que una estúpida apuesta. Aquí tiene, quince euros ―resolvió Martín.
El dependiente aceptó el despertador y el billete.
―¿Se lo envuelvo?
La chica morena recuperó el reloj de un zarpazo. Miró a Martín casi con odio y salió zumbando.
―Tiene muy mal perder ―la excusó él―. Y eso que esta vez ha ganado. Hasta otra.
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―Un instante, señorita.
―¿Es a mí? ―se revolvió―. Oiga, quíteme las manos de encima.
―Creo que lleva algo en la chaqueta. Algo por lo que debería pagar primero.
―No diga tonterías, no soy una ladrona y si me sigue tocando, gritaré y le pondré una denuncia. Mi padre es juez, para que lo sepa.
Martín presenciaba la escena, perplejo desde un rincón del establecimiento. El encargado despachó a los clientes que atendía y se acercó también.
―A ver, ¿puedo saber qué ocurre aquí?
―Quiero hablar con el jefe –exigió la chica con dureza.
―Yo soy el propietario. ―El anciano lucía unas gafitas redondas y una eterna sonrisa amable. A Martín le dio mucha pena; no se merecía que le robasen.
―Esta chica se lleva un objeto sin pagar –explicó el dependiente.
―¿Es eso cierto, muchachita?
―Por descontado que no. Ya me marchaba. Pero si este señor insiste en molestarme, pondré una queja y una reclamación y una…
―¿Le importaría mostrarme los bolsillos de su chaqueta?
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jueves, 17 de febrero de 2011.
Cerca de su casa, Martín disponía del mejor centro comercial de la ciudad. Aprovechaba cualquier encargo de su madre para pasar las horas muertas mirando el escaparate de la tienda de maquetas, junto a la relojería. Pero aquella tarde fue diferente: algo distinto y arrollador distrajo su atención al pasar cerca. Era una chica con un halo de extraordinaria familiaridad. ¿La conocía de antes? ¿De cuándo? Era morena, de pelo largo y rasgados ojos castaños. Y lo miró sonriente, antes de entrar en la relojería. Sin saber casi qué hacía, Martín siguió sus pasos. Se entretuvo trapicheando y observándola de reojo; lo suficiente para ver cómo se guardaba en el bolsillo un reloj de pulsera, se hacía la distraída y seguía paseándose como si nada.
Por segunda vez, con toda desfachatez, la chica desconocida se coló un reloj en el bolsillo. El encargado y los dos empleados andaban ocupados atendiendo a clientes de verdad, de los que vienen con intención de comprar; en realidad, nadie les prestaba a ellos la menor atención. Martín se quedó observando su desparpajo sorprendido, y ella cruzó una mirada tranquila e inocente, como si robar a dos manos fuera lo más normal del mundo.
Atravesó a tienda y se detuvo en las estanterías de los despertadores. Uno en especial, rosa chicle y con dos enormes campanas de alarma en la parte superior, debió llamar su atención, porque lo estuvo acariciando un buen rato. Luego con toda calma, se guardó el reloj entre los pliegues de la chaqueta y se dirigió a la puerta.
Pero uno de los empleados la retuvo por el hombro.
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¬―¿Bronca?
―Nada de eso. Laura es un encanto. Quería pedirme un favorcillo.
―¿Algún secreto? No hace falta que me lo cuentes. Mira estos. ―Abrió la carpeta―. Los hice durante la semana, ¿qué te parecen?
Martín trató de ser cortés y examinó los dibujos de Estela que seguían pareciéndole tan inteligibles como siempre. Pero se hacía tarde y no pudo evitar mirar el reloj un par de veces. La chica se dio cuenta del detalle.
―Vale, tienes que irte, no te entretengo.
―Mañana podemos hablar de tus pinturas ―prometió Martín corriendo por el pasillo. Ella asintió en silencio.
―Sí, claro. Mañana.
Ana entró justo por el lado opuesto del corredor. La encontró cabizbaja y sola.
―¿No te veías con Martín?
―Bueno, verás… ha tenido que irse.
―Es un chico tan aplicadito, seguro que va de recaditos a su madre ―se mofó Ana. No pareció darle demasiada importancia.
―Oye Ana… ¿en serio crees que le intereso? Porque yo creo que pasa y no sé si seguir insistiendo…
―¿Estás majara? Pues claro que le interesas, hazme caso. Es muy tímido, nunca se le ha visto con ninguna chica, no esperarás que se lance en plancha, ¿no?
La aplastante seguridad de Ana, no logró que Estela se confiase. Dijera su amiga lo que dijera, ella no lo veía tan claro. Y la verdad, no tenía intención de quedar en ridículo delante de toda su clase, babeando detrás de Martín. Ana le pasó un brazo por los hombros.
―Anímate, tonta. Vamos a tomarnos algo.
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CAPITULO 4 – LA LADRONA DE RELOJES

Habían pasado ya un par de semanas desde la fiesta de cumpleaños de Estela y la compañía de la chica se había vuelto algo insistente y pesada. A lo mejor, solo le dirigía la palabra en clase más a menudo, pero Martín se estaba agobiando. Y Lolo, en vez de apoyarlo, parecía esconderse en una esquina remota y pasar de él. Las miradas sibilinas que le echaba Ana, la íntima de Estela, le ponían los pelos de punta.
Aquella tarde, tras la clase de biología, Laura le hizo una seña y Martín se acercó a su mesa con el corazón tamborileando.
―¿Podría pedirte algo? Es un favor, no sé si…
―Claro que sí, Laura, lo que necesites.
―Es que… verás, mi sobrina Marta viene a vivir a casa. ―Se empujó las gafas hacia la punta de la nariz y una vez más, Martín pudo disfrutar de sus ojos negros e hipnóticos―. Me consta que eres un chico sensato, tranquilo… No es que te vaya a encargar que le hagas de canguro pero…
―¿Viene al instituto? ―Laura asintió con un cabeceo―. Bien, por mí, no hay problema. La recibiré y la incorporaré aunque yo precisamente… no tengo demasiados amigos.
―Bueno, debe ser porque no quieres. Te interesan otras cosas aparte de las relaciones sociales…
Martín se quitó de en medio antes de que Laura consiguiera ponerlo más nervioso todavía. Al salir de clase, Estela lo esperaba en el pasillo revisando unos dibujos. Fue verlo venir y se le iluminaron los grandes ojos azules.
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domingo, 13 de febrero de 2011.
―Hombre, por fin regresas. Has debido estar muy ocupado con Estela ahí dentro. ―Su tonito impertinente acaloró aún más al muchacho.
―No digas gilipolleces. Sólo quería enseñarme sus dibujos. Su hermano nos pilló juntos en un pasillo y se figuró sabediosqué. Nos ha chillado, levantado el puño… tío. Vámonos.
―¿Estás majara? Mira qué de chicas guapas. Ana ha venido y he hablado con ella dos minutos completos. ¡Dos! Nunca antes me había dirigido la palabra. Después de esta noche tendré sesenta amigos en Facebook. Bueno, vale que diecinueve estarán sin confirmar, pero…
―Yo me piro. Vine por ti y ya has visto lo que hay ―se empecinó Martín con las manos dentro de los bolsillos. Lolo soltó un taco por lo bajini.
―Y una mierda, se supone que veníamos porque te gustaba Estela, pero algo ha pasado ahí dentro y ahora te quieres largar. Vale, soy tu amigo y te seguiré. Pero tengo que ir al baño primero. Espérame aquí y no te marches.
Dentro de la casa, Lolo se las arregló para dar con el dormitorio de Estela y robarle una foto de la estantería. Rodeada por un precioso marco rosa, la chica de las rastas sonreía picarona guiñando un ojo. Lolo depositó un fugaz beso en el cristal y se la escondió dentro de la cazadora.
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Pasillo adelante, rugiendo como un dragón, se acercaba un chico de unos dieciocho, moreno y de pelo rizado, un clon de Lolo, pero con dos palmos más de altura. Era Luis, el hermano de Estela, Martín lo conocía del instituto. Nunca le había caído simpático pero en aquel momento, pensó que lo despellejaría al pillarlo cogido de la mano de su hermanita.
Estela soltó a Martín de inmediato; no calmó la furia de Luis.
―Quítale las manos de encima ―ordenó dirigiéndose a Martín―. ¿Qué pasa si te ve papá?
―Papá no podrá decir nada, porque no estamos haciendo nada ―replicó Estela con pachorra―. Le enseñaba los cuadros, eso es todo.
―A oscuras, enganchados. He visto lo que he visto, no me tomes por idiota.
―Oye, en serio, tu hermana y yo… ―trató de intervenir Martín. Pero fue para nada. Era como si Luis los hubiese pillado cometiendo un crimen.
―Mejor te callas, niñato.
―Luis no te pases. Vámonos, Martín, mi hermano ha debido beber.
Martín se aguantó las ganas de pegarle un buen puñetazo. Ponerse como un basilisco sólo porque Estela estuviese examinándole el anillo, estaba fuera de lugar. Empezó a pensar que el tal Luis era un poco violento. Estuvo aún más seguro de lo que temía, cuando lo escuchó despotricar a sus espaldas, conforme bajaban la escalera.
―Y si te atreves a meterle mano a mi hermana, te arranco la cabeza, no lo olvides.
―Ni caso. Se pone nervioso con nada ―trató de disculparlo Estela. Pero sus palabras no convencieron a Martín.
―Creí que me pegaría, joder, menudos gritos.
―Está pasando una mala racha. Creo que sale con una chica un tanto problemática. Solo la he visto un par de veces, pero tiene a Luis completamente desquiciado. No lo entiendo, no es nada espectacular, pero desde que sale con ella, no es el mismo.
―Lamento no haber podido ver mejor tus pinturas.
―Otra vez será. ¿Quieres un refresco?
Salieron de nuevo al jardín y las risitas y comentarios de todo el mundo, llevaron a Martín a temerse lo peor. Del cotilleo a ser oficialmente pareja, había un salto de dos milímetros y a él, Estela, le caía simpática, pero nada más. Corrió a refugiarse cerca de Lolo.
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CAPITULO 3 - LA FIESTA

Martín había visto la casa de Estela alguna vez, pero no había entrado nunca. Era un chalet impresionante en una de las mejores zonas de la ciudad, con un precioso jardín engalanado para el cumpleaños de la chica. Su padre braseaba hamburguesas y perritos en la barbacoa, contoneándose al ritmo de la música. Casi todo el instituto estaba allí aquella tarde, consumiendo refrescos y luciendo sus mejores galas. Martín y su amigo cruzaron el césped con una copa en la mano.
―Menuda choza. Se parece a la tuya. Tío, tú nunca haces fiestas…
―A mi madre no le gustan demasiado los follones.
―Deberían multarte por disponer de tanto espacio y desaprovecharlo. Mira, por ahí viene Estela. ―Propinó un codazo a Martín―. Lánzate, dile algo, está guapísima.
Estela era una chica peculiar. No demasiado alta, con unos enormes ojos azules en su carita redonda y aniñada. Tenía el pelo rubio oscuro, tranzado en rastas que caían hasta su cintura. Cumplía dieciséis.
―Me alegro de que al final hayáis venido. ¿Os lo estáis pasando bien? ―preguntó sin apartar su mirada de los ojos de Martín.
―Esto es genial, la casa, la comida, la música… tus padres son muy enrollados ―respondió Lolo apresuradamente por los dos―. Gracias por invitarnos.
―En realidad invité a toda la clase pero pensé que vosotros no vendríais. Tú casi nunca vas a fiestas ―añadió mirando directamente a Martín.
―Eso va a cambiar, te lo aseguro. Desde ahora no nos perderemos una –informó Lolo.
―Hola chicos, vaya sorpresa. ―Era Ana, la amiga de Estela, con su melena oscura y sus ojos verdes. Lolo se atragantó con el refresco.
―Quiero enseñarte una cosa ―dijo de repente Estela. Martín se señaló el pecho y ella asintió―. Será solo un momento.
Se lo llevó de la mano hacia el interior de la casa. Martín notó cómo al cruzar el jardín, todo el mundo los miraba. Seguro que se pondrían a chismorrear y el lunes todos en el instituto creerían que estaban saliendo. Estela no parecía darle ninguna importancia al hecho de ir enlazados. Lo condujo escaleras arriba, hasta un angosto pasillo. Las paredes estaban recubiertas de cuadros.
―¿Qué te parecen? ―Y después de una pausa en la que nadie habló, agregó-. Los he pintado yo.
―¿Hablas en serio? Jolines, están… están muy bien…
―Mi padre dice que son… raros.
Había ternura y una cierta candidez en su tono. En efecto, los cuadros parecían salpicaduras inexplicables de colores que forjaban siluetas muy distintas dependiendo del ángulo desde el que lo miraras.
―¿Por qué te interesa mi opinión?
―Porque eres el mejor en arte ―aclaró Estela con una risita-. Y porque también dibujas. Te he visto en clase.
Martín se puso colorado.
―Es verdad que son raros, pero me gustan. Mira este de aquí… ―Levantó la mano y Estela se la atrapó al vuelo.
―¡Qué chulo este anillo! ―señaló el aro que adornaba el pulgar de Martín, en tanto retenía su fuerte mano entre las suyas― ¿Qué significa?
―¡Estela! ¿Qué demonios haces?
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Martín lo miró sin perder el buen humor.
―¿En serio? ¿Como qué?
―Como abrir los ojos y darte cuenta de la cantidad de tías que tienes babeando alrededor. Macho, no le entras a ninguna, tampoco te dejas entrar. Todas tienen amigas, si no lo haces por ti, al menos deberías pensar en tu pobre amigo que no se come una rosca. Piensa por ejemplo… ―aprovechó la pausa para pegar otro mordisco al pan― en Ana. Ana Rosales.
―¿La rubia sosa?
―Qué rubia sosa ni qué ocho cuartos… la morena del pelo largo con unas pestañas de a metro. ¡Joder se sienta dos mesas más allá de la tuya y no te quita ojo! ¡Está buenísima! Y tiene una amiga que no está nada mal. Tú la invitas a salir a ella…
―Y casualmente, coincidimos los cuatro. ―A Martín le dio la risa. Lolo era un soñador incorregible.
―¿Qué tiene de gracioso? Tío, estoy harto de pasarme el fin de semana metidos en casa jugando con la consola.
―También hacemos otras cosas, no te quejes.
―Recuento: al WOW, vamos a la bolera y al billar. Punto. Cero tías, cero ligues. ¡Para morirse! Mi madre dice que no podría tener mejor amigo que tú, contigo no me meto en líos.
―¿Quién quiere líos?
―¡Emoción! ¡Vidilla, ya sabes! ¡Chicas, chicas, chicaaaaaaaaaaaaaas!
Martín apenas lo escuchaba. Laura se aproximaba a la zona deportiva, con ese andar elástico que la caracterizaba, como si no pisara el suelo. Tenía el cabello rizado y castaño y ocultaba sus hermosos ojos oscuros tras unas gafas. A Martín le chiflaba cuando preguntaba las lecciones en clase y se las apoyaba en la punta de la nariz. En esas ocasiones, le permitía disfrutar por unos segundos, de su magnética mirada.
―¿Martín? ―Lolo notó que su amigo volaba lejos. Giró la cabeza y vio a la profesora.
―Chicos… ―saludó ella al pasar. Martín se quedó prendido de su estela.
―Tío, no, no… no puede ser. ―Lolo se llevó las manos a la cabeza. Martín reaccionó tarde y nervioso-. ¿Te gusta?
―¿Quién?
―No te hagas el tonto. Ella, Laura. Estás chalado, tío, es una profesora…
―Tú deliras ―respondió Martín tratando de distraer el asunto.
―Nada de eso, he visto cómo la mirabas. No miras así a otras chicas.
―Eso será porque no me has visto cerca de… ―pensó con rapidez― de Estela.
―Estela ―repitió Lolo anonadado. Y a Martín le dio la impresión de que flotaba una chispa de dureza en su tono.
―Estela, sí. La amiga de Ana.
―Dices que Estela te gusta. ―Martín asintió―. Vale, este finde es su cumpleaños, nos dejaremos caer por su fiesta. Vas a tener ocasión de demostrármelo.
Lolo se enfrascó en la dura tarea de acabar el bocata. Martín supo que acababa de meterse en un buen lío: su amigo era de los que nunca se daban por vencidos.
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CAPITULO 2 - 15 AÑOS MÁS TARDE...

viernes, 11 de febrero de 2011.
Martín era un chico independiente al que la música volvía loco. En las raras ocasiones en que discutía con sus padres, sólo tenía que engancharse a sus auriculares un rato, tumbarse en la cama mirando al techo y el enfado se le pasaba enseguida. Sus compañeros aseguraban que siempre, siempre, estaba de buen humor. Y puede que fuese así. También tenía razones para estarlo: con quince años recién cumplidos, medía casi un metro setenta y siete y era de los mejorcitos en deporte. Rubio, ojos grises y un atractivo general que domesticaba a las chicas del instituto, con sólo chasquear los dedos, aunque de momento, no estuviera muy interesado por ninguna. La persona que más le atraía, la que a veces robaba sus sueños, era Laura, la profesora de biología, con esa sonrisa espectacular, sus ojos brillantes como espejos y su aire de permanente despiste.
Pero ese era para Martín, el secreto mejor guardado. No podía confiárselo a nadie. Jamás lo diría. Ni siquiera a Lolo, su mejor amigo. Pensaría que estaba loco, enamorarse de una profesora que le sacaba diez años… Precisamente ahora lo tenía delante, sentado sobre la tapia de la cancha de baloncesto, zampándose un bocadillo de atún, a dos carrillos.
―¿Sigues sin querer? ―le ofreció. Martín negó con aire ausente―. Pues tú te lo pierdes, te advierto que está riquísimo. Te estás perdiendo muchas cosas últimamente ―rió.
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CAPITULO 1: EL NACIMIENTO

jueves, 10 de febrero de 2011.

El sol empezaba a marcharse y las dos mujeres seguían hablando. Se habían caído bien desde el principio, rematadamente bien en su incómoda situación de embarazadas en fase terminal. Compartieron unas risas más y un zumo de melocotón que una de ellas, la rubia, le había robado al carro de la enfermera.
―Entonces, un niño.
―Un niño. Estamos muy contentos. Y vosotros, una niña. ―La mujer morena asintió-. ¿Para cuándo?
―Me temo que no antes de mañana, dice el doctor que me tocará pasar la noche en vela, lo de esta tarde no ha sido más que una falsa alarma.
―Yo en cambio, dudo que pase de esta noche. ―Se acarició protectora la enorme barriga―. Martín tiene muchas ganas de ver mundo.
―Señoritas, menos cháchara y a vuestras habitaciones. En breve serviremos la cena. –La enfermera llegó dando órdenes por el pasillo y las dos mujeres se despidieron resignadas.
―Si no te veo antes de mañana, que tengas mucha suerte, ya me contarás. No te marches sin despedirte –indicó la rubia. La morena asintió y entró en su cuarto.
Poco rato después de cenar, unos suaves golpecitos en la puerta, le hicieron mirar con asombro al caballero que entraba. Impecablemente vestido de oscuro, con chaleco a juego con el traje, bombín en la cabeza y bastón de puño de plata. Le sonrió sin emoción ninguna.
―¿Has decidido ya? ―preguntó tan solo. La mujer morena lo miró con ansiedad.
―Preferiría no tener que hacerlo.
―Bueno, no se trata de un derecho, es tu obligación, tu obligación como madre.
―Bien, entonces… ―vaciló-. Quiero que mi hija sea fuerte, poderosa. No cometeré con ella el mismo error que cometieron mis padres conmigo.
Pocos minutos después, el hombre de negro se deslizaba en la habitación de la otra mujer y mirándola fijamente a los ojos, repitió la misma pregunta:
-¿Has decidido ya?
―Sí, no tengo la menor duda. Siempre supe lo que diría cuando llegase este momento. Quiero que mi hijo sea… un ángel.
Con los deberes hechos y una mueca de satisfacción en su extraño rostro, el hombre del bombín salió al pasillo, se acercó a la ventana al fondo del corredor y sacó una calculadora del bolsillo. Apretó un par de botones y a continuación, se esfumó en el aire. Esa noche nacerían dos criaturas: un niño ángel y una niña demonio.
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