CAPITULO 3 - LA FIESTA

domingo, 13 de febrero de 2011.
Martín había visto la casa de Estela alguna vez, pero no había entrado nunca. Era un chalet impresionante en una de las mejores zonas de la ciudad, con un precioso jardín engalanado para el cumpleaños de la chica. Su padre braseaba hamburguesas y perritos en la barbacoa, contoneándose al ritmo de la música. Casi todo el instituto estaba allí aquella tarde, consumiendo refrescos y luciendo sus mejores galas. Martín y su amigo cruzaron el césped con una copa en la mano.
―Menuda choza. Se parece a la tuya. Tío, tú nunca haces fiestas…
―A mi madre no le gustan demasiado los follones.
―Deberían multarte por disponer de tanto espacio y desaprovecharlo. Mira, por ahí viene Estela. ―Propinó un codazo a Martín―. Lánzate, dile algo, está guapísima.
Estela era una chica peculiar. No demasiado alta, con unos enormes ojos azules en su carita redonda y aniñada. Tenía el pelo rubio oscuro, tranzado en rastas que caían hasta su cintura. Cumplía dieciséis.
―Me alegro de que al final hayáis venido. ¿Os lo estáis pasando bien? ―preguntó sin apartar su mirada de los ojos de Martín.
―Esto es genial, la casa, la comida, la música… tus padres son muy enrollados ―respondió Lolo apresuradamente por los dos―. Gracias por invitarnos.
―En realidad invité a toda la clase pero pensé que vosotros no vendríais. Tú casi nunca vas a fiestas ―añadió mirando directamente a Martín.
―Eso va a cambiar, te lo aseguro. Desde ahora no nos perderemos una –informó Lolo.
―Hola chicos, vaya sorpresa. ―Era Ana, la amiga de Estela, con su melena oscura y sus ojos verdes. Lolo se atragantó con el refresco.
―Quiero enseñarte una cosa ―dijo de repente Estela. Martín se señaló el pecho y ella asintió―. Será solo un momento.
Se lo llevó de la mano hacia el interior de la casa. Martín notó cómo al cruzar el jardín, todo el mundo los miraba. Seguro que se pondrían a chismorrear y el lunes todos en el instituto creerían que estaban saliendo. Estela no parecía darle ninguna importancia al hecho de ir enlazados. Lo condujo escaleras arriba, hasta un angosto pasillo. Las paredes estaban recubiertas de cuadros.
―¿Qué te parecen? ―Y después de una pausa en la que nadie habló, agregó-. Los he pintado yo.
―¿Hablas en serio? Jolines, están… están muy bien…
―Mi padre dice que son… raros.
Había ternura y una cierta candidez en su tono. En efecto, los cuadros parecían salpicaduras inexplicables de colores que forjaban siluetas muy distintas dependiendo del ángulo desde el que lo miraras.
―¿Por qué te interesa mi opinión?
―Porque eres el mejor en arte ―aclaró Estela con una risita-. Y porque también dibujas. Te he visto en clase.
Martín se puso colorado.
―Es verdad que son raros, pero me gustan. Mira este de aquí… ―Levantó la mano y Estela se la atrapó al vuelo.
―¡Qué chulo este anillo! ―señaló el aro que adornaba el pulgar de Martín, en tanto retenía su fuerte mano entre las suyas― ¿Qué significa?
―¡Estela! ¿Qué demonios haces?

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